martes, 10 de junio de 2014

El Edén - Serie simbólica 13



Revelar un símbolo no siempre requiere de estudio, ni de una elaborada técnica. Es verdad que existen métodos. Sin embargo, todos poseemos en potencia la capacidad de penetrar en los símbolos. Hay quienes agotan libros, conferencias y cursos, pero que jamás logran que las alas gnósticas aleteen en sus corazones. Mientras que otros, sin tener noticias de tales asuntos, son sorprendidos por la intuición que emerge de las cosas cotidianas.  Observar los símbolos en nuestra vida común, nos conduce a encontrar en ella las significaciones que tanto buscamos. He aquí una anécdota al respecto de estas intuiciones que operan sobre los sucesos profanos.

Cada vez que regreso de visita a la casa paterna, al pueblo en el que nací, me asaltan los recuerdos de mi infancia. No puedo evitar retrotraerme a la época en que vivía en un contacto permanente con la naturaleza. La casa no ha cambiado casi nada. Las viejas paredes pintadas a la cal siguen encandilando con el sol estival. El parral del patio cargado de racimos y la alameda que custodia el camino que va desde la tranquera hasta la casa, permanecen inmutables. Los perros que nos reciben son otros que han reemplazado a los de aquellos días. Sin embargo, el que ha cambiado soy yo. La vida en la ciudad, la profesión, han apagado mi espíritu aventurero.

La nostalgia me inunda cuando veo en los ojos de mis hijos la emoción de descubrir la misma naturaleza que tanto me entusiasmaba cuando vivía con mis padres. En verano, el sol se convierte en un ser seco y agobiante que expande su ardor sobre todas las cosas y reina a la hora de la oración. Es decir, entre la una y las cuatro de la tarde. Casi ningún ser vivo se atreve a desafiarlo en enero, y la gente se retira a dormir la siesta, porque cualquier actividad al aire libre se vuelve impracticable.

Esa tarde, apenas me había acostado, me levanté y fui a la cocina en busca de agua fresca. Por la ventana divisé el viejo corral que había sido ganado por una enredadera. Ella ocultaba el paso hacia el sendero del arroyo. Sin saber bien por qué, salí al patio y comencé a caminar bajo los árboles, rodeando el sauce y el paraíso. El camino estaba casi borrado. Sin embargo, los jacarandas todavía daban referencias certeras en mi memoria acerca de su trayecto. La sensación de que todo parecía mucho más pequeño se debía a que la última vez que pasé por allí mi estatura no alcanzaba el metro y medio. Caminé entre los árboles y tuve que dar algunos rodeos, debido a que unos arbustos espinosos habían crecido cortado el paso. Ya sentía el ruido del fluir del agua del arroyo cuando un zumbido histérico me alertó de la presencia de avispas entre los arbustos. Recordé el ardor de sus mordidas, mientras retrocedía internándome en el follaje para perderlas. Continué avanzando y en un claro logre salir del bosque y alcanzar el arroyo. Escuché los sonidos del ambiente, algunos me resultaron familiares, pero muchos no lograba reconocerlos. Entre ellos, una especie de repiqueteo lejano, apenas audible.

Tuve que andar un trecho hasta encontrar el puente que habíamos improvisado con mi primo, derribando un árbol. Aún era visible en el tronco las letras y el corazón que grabé enamorado de mi compañera de escuela. Crucé el arroyo y continúe por el atajo que conduce al camino que lleva al pueblo vecino. El sol me castigaba duro por desafiar su poder. Me senté a descansar en los restos de una vieja maquinaria agrícola abandonada. Permanecí quieto y en silencio, al reparo de la mínima sombra del aquel trasto. Los pájaros y los insectos se acostumbraron a mi presencia y continuaron con sus actividades ignorándome. Entonces, escuché el repiqueteo con claridad. Ante la cercanía del sonido , recordé súbitamente que era el signo de algo terrible y que no era la primera vez que lo enfrentaba. Me quedé paralizado. Moverme rápidamente hubiese sido una invitación a que la cascabel que tenía a mi espalda me picara. Un sudor frío me bajó por la columna, miré lentamente sobre mi hombro y pude ver que estaba a apenas a un poco más de un metro de su nido. El ofidio me miraba, visiblemente molesto, erguido y con su cola entonando el sonido de la muerte. Penosamente, y orando, retrocedí muy despacio y en cuclillas. Porque pararme o dar la vuelta implicaría que la serpiente se sintiera amenazada y hubiera desencadenado un ataque. Por suerte, puede evitarlo y regresar a la casa ileso.

El episodio de la cascabel me hizo reflexionar sobre por qué la añoranza nos hace olvidar las cosas terribles que se encuentran en la naturaleza y en todos los lugares que echamos de menos. Con el sol quemante y sin agua, en un camino abandonado, y a un horario en que todo el mundo dormía la siesta, la serpiente me podría haber matado. Hasta ese momento, si me preguntaban que era el paraíso para mí, hubiese respondido aquella casa y aquel paraje, donde fui feliz de niño. Me di cuenta que esta añoranza por el lugar edénico proviene de algo mucho más profundo, de un movimiento ancestral, que hemos heredado de Otros Ciclos. Tendemos a identificar ese estado edénico con aquellos lugares y tiempos donde hemos sido felices. Pero, el verdadero Edén, no se encuentra en esta tierra. Es sólo la nostalgia de un recuerdo colectivo, de una existencia perfecta que hemos abandonado como Humanidad, mucho antes de que éste tiempo material y terrestre hubiese comenzado a existir. Esta nostalgia tiene sus raíces en la falta de conexión con nuestro origen espiritual. Con la persistencia en la conciencia de que alguna vez hemos sido la imagen y semejanza Divinas. El verdadero Edén, es el Jardín de la Creación, el lugar donde la Humanidad alcanzó su máximo esplendor, pues vivía en Unidad espiritual y la comunidad se mantenía inmutable y eterna al abrigo de todo mal.


Constancio


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